“Macarena, la guerrera”, de Alonso Holguín F.J.

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Texto basado en hechos reales para el concurso “Nuestros héroes” de Zenda libros

Antes de declararse esta batalla contra el Covid19, en casa de Macarena ya estaban en combate. Reyes, su madre, luchaba a brazo partido contra el cáncer. De día y de noche, sin vacaciones, treguas ni Convención de Ginebra. Se pone todo para dar caña al «bicho» principal, a la vez que otros intentan aprovechar la debilidad.

Reyes y Pablo, viven confinados y aislados. Celia, su segunda hija, emancipada en otro piso. Ella se encarga de logística: comprar y repartir comida del supermercado a sus parientes próximos. El padre limpia toda la casa con esmero, al menos una hora antes del regreso a casa de Macarena. Luego se mete en el dormitorio con Reyes «para echar el día esperando, hablando, soñando, ¡porque vamos a ganar a todos los putos bichos, coño!».

El descanso de nuestros mejores guerreros es necesario para obtener lo mejor de su ser. Un sueño reparador diario constituye uno de los ingredientes fundamentales. Macarena retorna a Valladolid desde Palencia, guerrera con uniforme sanitario, médico en el Hospital «Río Carrión». Previamente a abandonar la ciudad, acude a una lavandería pública. Con mucho esmero introduce la ropa utilizada y las prendas íntimas utilizadas durante el servicio en la lavadora. A tal punto se autoimpone medidas de precaución.

La autovía recorre en paralelo la unión de las dos ciudades, junto al Canal de Castilla. Esa infraestructura cuenta con casi ciento setenta años para transportar cereal, principalmente. Hoy es una vena fluvial que ve pasar almas de un lado a otro para auxiliar y atender humanos.

Macarena ha observado todas las precauciones dictadas por su profesión. Lava su ropa, limpia las zapatillas y deja en el descansillo del piso. Ni se acerca a la puerta del dormitorio de sus padres y utiliza un baño propio para no compartir ni eso con ellos. Sus comunicaciones son de móvil a móvil, pese a estar al otro lado de la pared. En el momento de ir a la cama, se enciende la carta de ajuste en el techo. El código de barras es sustituido mediante una suerte de pesadillas, despertares agitados, miedos y sudores. Dormir resulta un desplome; descansar, imposible. Un día, otro y otro, «así no hay nadie que aguante», se repite mientras conduce.

Ha intentado buscar un piso de alquiler, sin compartir con nadie por precaución. En estos momentos de confinamiento es muy complicado. Desechó la idea de instalarse en un hotel por los mismos temores. Cada uno tiene sus propias manías y temores libres a traspasar el «bicho», aun siendo prevenida.

—Hola, tía Maísa —su tío Toño y ella viven en Alcalá de Henares.

Cigales es un pueblo situado a 12 kilómetros entre Valladolid y Palencia. Tiene los servicios básicos para una población: varias carnicerías, pescadería, panadería de toda la vida, un par de supermercados y farmacia. Lo fundamental en tiempos de confinamiento. Allí, su tía tiene una casa perfectamente amueblada y equipada.

—Quédate en Cigales, Macarena, por favor. Tienes que descansar, cariño.

Entre lágrimas, aceptó. Conocía el pueblo de pasada: cumpleaños en una bodega, alguna Fiesta de la Vendimia y poco más. Recibió las coordenadas de la panadería de Arturo, quien reabrió el horno de la Marciana con ilusión, trabajo y sabor. Tanta es su maestría que Cigales vuelve a exportar pan, bollos, magdalenas y dulces a la capital.

La joven médico empieza a sentir seguridad. Nada más cruzar el límite de provincia, desde 25 kilómetros, en la autovía A – 62, se divisan las dos enormes torres de la iglesia de Santiago Apóstol: dos velas, gotas de agua, ascensores de la tierra al cielo, entre nubes y majuelos. Una vez, mientras llovía, lució un maravilloso y enorme arco iris: «color esperanza», pensó.

Acostumbrarse al piso ajeno fue fácil, sencillo. Ella es una chica sin muchas necesidades: aseo y cocina, descanso y relax, un poco de música y una serie de video, junto con un par de novelas a medio acabar. Las tardes vuelven a ser tranquilas. Si no tiene guardia, duerme de forma placentera por la noche. Esas mañanas viendo el sol amanecer, entre el hueco de las dos torres.

Ya en el hospital:

—Matilde, mire, su hija.

La anciana puede atender la videollamada con el teléfono de Macarena. Sus dos nietas y el biznieto de año y medio devuelven la sonrisa a esa luchadora por la vida. Su evolución es buena; la fortaleza castellana está venciendo al «bicho». Cuando acaba, Macarena sale de la habitación y deja correr las lágrimas retenidas en el dique de sus párpados. Un desahogo, liberación, tranquilidad. Debe reponerse en menos de un minuto. Ahora toca revisar a Telesforo, 81 años. Una batalla más de la guerra diaria, donde todos tenemos fusil y un único enemigo. Venceremos, sin duda, será largo, muy largo; nuestro único propósito y determinación: luchar por la vida.

Aspiró, espiró y abrió la puerta de la habitación 121:

—¡Buenos días, Telesforo! En Cigales me dicen que le llame «chiguito».

—Hola, Macarena —responde el jovenzuelo— ¡Qué jodíos!

Revisa la temperatura, bien; presión sanguínea, muy bien; saturación de oxígeno, casi perfecta:

—¿Cómo estamos de apetito?

—Tengo hambre. ¿Puedo pedir torrijas?

—Hombre, no sé…

—¿Y leche frita?

—Puff —se empieza a formar un nudo en el alma de Macarena.

—Me conformaría con unas sopas de ajo. La cocinera vive en Cigales. Mari Feli se llama. Tiene buena maña, me ha contado la enfermera.

Macarena miró extrañada al paciente, «¡qué casualidad!», pensó. Debía ser firme:

—Ahora son poco aconsejables esos manjares: mucho azúcar, pimentón y el estómago necesita algo más suave. Al menos, por ahora.

—¿Cuánto me falta para salir? —Telesforo tiene los ojos muy humedecidos, demasiado.

—Si sigue así, un par de días. No más.

El «chiguito» esboza una sonrisa. Su piel arrugada, endurecida por el sol y el frío de la tierra de campos. La voz ronca acierta a decir:

—Rendirse no es una opción, mi niña.

Matilde y Telesforo, Mari Feli y Arturo, Maísa y Toño, Reyes y Pablo, Macarena y Celia, luchando, venceremos.

Concurso “Nuestros héroes”, de Zenda libros.

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