“Sinfonía”, de Alonso Holguín F.J., para vos…

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“Sinfonía”, de Alonso Holguín F.J., para vos…

Uno de los sentidos que tenemos los animales es el oído. Unos con mayor agudeza, otros con menor sensibilidad, puede que al conjunto nos guste escuchar más que oír: Sinfonía. ¡Va por ello!

Las criaturas humanas tenemos cinco sentidos físicos, que implican sensaciones internas, producidas por agentes externos al cuerpo. El contacto de nuestro cuerpo con uno de ellos nos provoca un cambio casi automático en nuestros ser. Tacto, vista, oído, gusto y olfato son los cinco principales. Quizá sean aquellos que más se han publicitado, si bien el “sexto” sentido de la especie animal bípeda e implume se adjetiva a varias situaciones difíciles de explicar. ¿Quién duda de la valiosa mirada de una madre para descubrir el problema que adolece a un niño?

El oído se encarga de transmitir las sensaciones que llegan a nuestro cuerpo a través de las orejas. Dichos apéndices en número par, están situadas a ambos lados del cráneo. Dependiendo de la edad y circunstancias de cada animal se tiene mayor o menor sensibilidad. La información -sonidos en mayor o menor volumen- llega al cerebro que analiza, tras un proceso de aprendizaje desde el propio nacimiento, la procedencia y reacciona ante ellos.

Los humanos dicen ser los más inteligentes del planeta Tierra. Claro ¿quién puede rebatir ese argumento? ¿Otra especie animal? Pues sí, estoy convencido de ello, ya que algunos animales parecen sonreír cuando nos ven en sus cercanías…

-Mira, mira, aquí viene otro “inteligente” -parecen pensar.

Innegable es la habilidad que ha desarrollado nuestra especie de producir sonidos con instrumentos. Al conjunto de esos sonidos hemos denominado música. El aprendizaje de dicho arte es un compendio de diferentes materias: solfeo, armonía, compás entre otras. La finalidad es desarrollar la habilidad de producir melodías agradables para el oído. Éste enviará al cerebro una sensación de felicidad al escuchar las sintonías que a cada uno más gusten, o bien desarrollará una desagradable percepción de algo escuchado cuando no.

El planeta Tierra tiene más especies animales. El humano es una de ellas y, por si no ha quedado claro, dudo que sea la más inteligente, aunque sí tiene una buenísima publicidad de ello. Por sí mismo, además de utilizar instrumentos, también produce sonidos, incluso ruidos. A unos gustan, agradan o molestan, ya que:

Tié q’haber gente pa’tó -dijo el torero Rafael “El Gallo” al enterarse que José Ortega y Gasset era filósofo.

A entrada de verano del año 2015, el alcalde de Ador, pueblo de la provincia de Valencia, prohibió hacer ruido durante “las horas de la siesta”. Hace mucha gracia este desparpajo en determinar cuando una persona puede dedicarse a descansar un rato u otro dentro de su domicilio. Recuerdo a los más mayores que hacían siesta a media mañana, después de comer y cuando apetecían. En democracia determinar cuándo se ha de descansar, dormir y cuando no… ¿es democrático?

Los recuerdos de mi niñez coinciden con el alegre tintineo de las ovejas del señor Antioco, de aquellas que tenía Marianines en el cortijo frente a casa de mis abuelos, el canto de las gallinas que teníamos en el patio, incluso el sonido de los cerdos que criábamos a veces en el corral de casa. Recuerdo que una vez, a vuelta de comprar donde la señora Marga, un perro me tiró al suelo y me lamió la cara. No fue agradable, quizá después no he sentido un cariño tan apreciado por los canes, dado que el susto fue morrocotudo.

En Cigales rara vez había perros sujetos con cadenas o collares. Muchos dormían en la puerta de las casas mientras hacía buen tiempo. ¿Y gatos? Corrían por las calles con total libertad, volviendo puntualmente a cada casa, ya que los felinos son muy hogareños.

Me gustaba ir a casa del tío de mi padre, Gildos que en paz descanse, ya que tenía un mulo y un burro en el corral trasero de la casa. Allí convivían con gallinas, gallos, patos y conejos. De vez en cuando alguno de ellos era sacrificado para servir una comida excelente con recetas de esas antiguas, que ya no se saborean por ahí con facilidad.

Caminar por Cigales era un ir y venir de bicicletas, niños de diferentes edades corriendo o jugando en la Plaza y en otros lugares. No digamos ya el uso de las eras como impresionantes coliseos futbolísticos. ¿Las porterías? Depende de la temperatura: dos piedras, dos jerseis y el larguero se determinaba por la altura del portero…

-¡Ha salido alta! -decía el jugador cuando no llegaba a despejar el balón.

Ahora parece que necesitamos un pueblo silencioso, tranquilo, donde no se oiga ni el propio caminar por la calle. El bullicio que había cada verano antes de llegar Santa Marina en la Plaza, donde los bancos a la sombra tenían un coste mayor que el propio oro, dado que allí se saboreaban algunos kilos de pipas, flases o helados; allí donde iban y venían las bicicletas, incluso alguno daba vueltas y vueltas a la isleta del medio; aquél barullo de la juventud era una sinfonía vital del futuro de la localidad.

Ahora se precisa silencio en todo el pueblo. La tecnología avanza que es una barbaridad. Estamos criando a nuestros hijos en silencio. Dado que, convencidos por las grandes empresas tecnológicas, en cuanto los lebreles comienzan a manejar con soltura los dedos de sus manos, entregamos un cacharro alimentado por una batería eléctrica, con conexión a internet y posibilidad de emitir colores, movimientos y sonidos conforme mueven sus dedos pulgares o índices.

Silencio, se descansa. Ahora en Cigales se aconseja a los vecinos resguarden a perros y gallos en lugares especialmente acondicionados para que no molesten con sus cacareos o ladridos. Recuerdo que hace años, cuando había animales en el corral de casa y el sol apretaba, ellos también estaban aplatanados sin ni siquiera emitir un sonido. Se disfrutaba de una placentera siesta. Cuando despuntaba el día, desperezaban sus cuerpos con sonidos para hacer saber la llegada del amanecer a los humanos.

Hemos acostumbrado a nuestros hijos a permanecer en silencio, aunque sea pegados a una maquinita en lugar de corretear, andar en bici, jugar a la comba o dar duro a la pelota en cualquier parte del pueblo.

Si ponemos todos empeño, al menos aquellos que tengan animales en sus domicilios, podremos pasar a la historia de la humanidad si logramos que los perros callen y los gallos no canten… La solución está en nuestras manos: enseñemos a jugar a dichos animales molestos con las tablets, ordenadores y teléfonos móviles. Ya estamos en el buen camino.

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