“Número ciego”, cuarta novela en Amazon

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A continuación puedes comenzar a leer los primeros capítulos de “Número ciego” esta historia, dónde es complicado diferenciar la realidad de la ficción.

1

La pana

La panadería lleva abierta 48 años seguidos, un día detrás de otro, cerrando únicamente por fallecimiento de los titulares de la misma, abuelos y padres de Mónica, quien ahora regentaba el negocio. Sus hermanos optaron por los estudios universitarios y desarrollar profesiones alejados de la harina, el azúcar y el calor del horno. Ella, en cambio, fue manchando los apuntes de la facultad de Empresariales mientras ayudaba a su madre por las tardes. De ahí nació su amor por el trabajo y la dedicación al negocio familiar, así como un gusto por la creación heredado de la tradición.

Su buena mano con la repostería —añadiendo elaboraciones sin gluten ni huevo para atraer más público—, hizo que La Pana de la avenida de Brasil 101, se fuera haciendo más grande con el paso de los años.

Primero el banco vecino de su izquierda, y después la mercería de doña Paquita a la derecha, supusieron la ampliación de sus instalaciones. El catering para cumpleaños y fiestas dulces de sus clientes iba viento en popa, así como el servicio de dulces a restaurantes de la ciudad. La siguiente jugada sería procurar un espacio para servir café, té y sus elaboraciones diarias a los clientes, junto con especialidades propias de la fecha del año..

Dos panaderos desde las 06.00 elaboraban el pan; Mónica llegaba a las 07.45 para comenzar con la bollería y tres empleadas más a las 08.30, ocupándose de atender a los clientes. El servicio de la tarde estaba cubierto por un chico y una chica, Lucas y Macarena, quienes se ocupaban de cerrar a las 20.00, aunque ella llegaba media hora antes para hacer la caja y llevarse el dinero al banco.

Los lunes había menos jaleo que el resto de los días. Era el día escogido para hacer una limpieza más a fondo de las instalaciones, realizar un control de las existencias, prever los encargos de la semana y recibir a los clientes de los restaurantes, quienes acudían a pagar todos los productos servidos en la semana anterior. El control total del negocio —tan necesario como el pesaje exacto de los ingredientes—, suponía los cimientos del negocio. De su abuelo a su padre y de este a ella, continuaban la tradición y las formas de trabajar, las cuales llevaban al éxito desde la labor continua y la dedicación en cuerpo y alma.

A las 18.00 dio la señal a sus empleados de comenzar a limpiar, quedando Macarena a cargo de la recepción de posibles clientes, algo improbable cada lunes. Mónica fue hasta la caja fuerte. Su primo Basilio hizo la instalación junto al enorme horno eléctrico del pan: «¿Quién va a pensar que guardas ahí el dinero?»

Los niños ya habían salido del colegio, y finalizado las actividades extraescolares. Era momento de realizar los deberes, y estudiar. La Avenida de Brasil, relativamente cercana a la Plaza de Toros de las Ventas, tenía un fácil acceso a la M-30 sentido sur de doble sentido de la circulación, con aparcamiento en paralelo a la acera, jardines frente a los edificios y altas farolas para iluminar la calle.

Aquel lunes, dos jóvenes latinos de no más de 25 años vigilaban la pastelería sentados en un banco en la calle de en frente. Llevaban más de media hora allí plantados. Fumaban y apenas hablaban mucho entre sí. Vestían gorras planas, pantalones anchos y zapatillas de deporte.

Su presencia allí no era fortuita. Conocían los pagos de los lunes. Ambos aspiraban a entrar en una banda de narcotráfico, la cual exigía una prueba de valor. La idea de atracar la pastelería surgió de la novia de uno de ellos. La joven trabajaba fregando platos en la cocina de uno de los restaurantes cliente de La Pana. Había echado cuentas de las tartas que les compraban y calculó un gasto de 2 000 euros semanales. Después de conocer estos datos comenzaron a vigilar el local. La cantidad suponía un buen objetivo para proveer de ese dinero en efectivo tan necesario para dar un paso más en el control del menudeo de cocaína en el sur de Madrid. 

—Mira,brother—dijo Nelson moviendo ligeramente la cabeza.

Un hombre con una abultada cartera de mano, con correa ajustada a la muñeca, accedía a la pastelería. Aun estando en la acera de enfrente, veían cómo era la decimoquinta persona que entraba en el local. Todos los anteriores habían saludado con cortesía a la dependienta e ido sin pausa hasta el acceso a la trastienda del local. Mucha confianza hay que tener para entrar así en un negocio. El tiempo era mínimo. Casi un entrar y salir, quizá con el tiempo justo para degustar un café. En un mes y medio determinaron el análisis de una conducta similar cada lunes; el resto de la semana esas visitas no se producían.

Veían cada lunes como la propietaria —una chica rubia, alta, de más de un metro y ochenta centímetros—, salía con una mochila cruzada en el pecho hacia un cajero a dos calles de distancia. El peculiar andar, su envergadura y los múltiples negocios del barrio suponían unas cuantas dificultades para los propósitos de ambos jóvenes.

Tras esperar cuarenta y dos minutos, salió el último de los paganinis.

—Se va el gordito —dijo Wagner.

—¡Hala que te den! —murmuró Nelson.

Se levantaron del banco para cruzar por las dos esquinas de la calle. Habían medido el tiempo perfectamente: apenas ochenta pasos para quedar justo en los laterales de la panadería. La cadencia y el ritmo eran fácil, ya que iban musitando rimas de canciones para no acelerar ni retrasar la confluencia hasta el punto fijado.

Mónica, por su parte, había contado, anotado y cerrado el libro de cuentas, volviendo a guardar la documentación en la caja fuerte con sumo cuidado. Mariano, su marido, como abogado y conocedor de algunas fieras de la sociedad, había insistido en la posibilidad de ir acompañada hasta el cajero, contratar algún servicio de recogida por personal especializado en seguridad o bien esperar al día siguiente. Ella confiaba aún en sí misma:

—Doy más miedo sola que si voy acompañada. Además, ¿quién se va a fijar en una chica de un metro ochenta con una mochila en el pecho? El barrio es muy tranquilo.

Así, cada lunes, cada semana, se encaminaba antes de las 19.30 hasta la sucursal del banco, sita dos calles hacia la Plaza de las Ventas, salvo en verano, cuando alguno de sus hermanos se encargaba de esta tarea mientas ella disfrutaba unos días fuera de Madrid con la familia. Las cuentas estaban bien hechas: 12 540 €. Mónica pensaba que a ese paso tendría que comprar una máquina para contar billetes, como si se tratase de un banco o una traficante. Tenía el local a punto de acabar. Según su previsión, en tres meses podría comenzar las obras para reducir un poco las estanterías, ubicar tres mesas con asientos junto a la pared, así como cuatro más con banquetas altas frente a la cristalera de la calle. «¡Y un salón de té!», canturreaba mientras sonreía ante la nueva iniciativa de su empresa, recordando al grupo Radio Futura.

Crecía de manera sostenida, sin pausa ni prisa. Su madre se sentía muy orgullosa de su hija. Había prosperado con firmeza, llevando las cuentas muy claras y sin endeudarse. El único crédito pedido fue para instalar un nuevo horno, cuyo préstamo fue cubierto en la mitad de tiempo del esperado por el banco. Su empresa funcionaba cuan reloj de maquinaria suiza. La cuidada selección del personal, junto con la enseñanza de los veteranos de las costumbres de la casa, permitía cierta libertad a Mónica para pensar en prosperar dentro del ramo de la repostería y hostelería.

Se puso la chaqueta de cuero negro. Era ligera, liviana y daba una envergadura mayor a su enorme cuerpo, muy por encima de la media de la población femenina de España.

—¿Te vas?

—Sí, Maca. 

Aquella bandolera negra era su talismán. En ella antes llevaba un pequeño neceser con algo de maquillaje, tabaco y mechero —de la época estúpida de fumadora—, el abono transporte y las llaves de casa. Todo ello había sido sustituido por varios sobres donde llevaba el dinero contado tres veces, a fin de evitar errores.

Nelson estaba en la lado izquierdo de La Pana; Wagner, en la derecha. Estaban expectantes. La dependienta entró en la trastienda. Otros empleados limpiaban las vitrinas vacías del local, como cada lunes, con mucha dedicación. La dueña, —mucho más alta que ambos— salía de la cocina. Llevaba la mochila cruzada por delante, como de costumbre. Se detuvo frente a la vitrina indicando con la mano algo al chico que limpiaba con una bayeta y agua.

—Puta capitalista —pensó Wagner.

Fue un momento, un instante apenas, para dirigirse hacia la puerta. Los chicos de la gorra se miraron y se dirigieron inmediatamente hacia la puerta del local. Los dos empuñaron las armas que llevaban en los bolsillos derechos de sus chaquetas.

—¡Quieta ahí perra! —gritó Nelson mientras Mónica salía por la puerta.

La empujaron de nuevo hacia el interior del local. Ella, quizá por la sorpresa o el susto, obedeció de inmediato. Los dos jóvenes portaban una pistola y un revólver, cuyos cañones apuntaban directamente a su pecho. Sabía que eran reales porque no brillaban bajo los focos, ni tenían el taponcito rojo característico de las pistolas de juguete.—¡Dame la bandolera, perra! — Le ordenó de nuevo.

Maca comenzó a gritar, mientras se abrazaba a Lucas.

—¡Cállense! —Wagner se volvió hacia ellos—¡Y no hagan tonterías!

La mirada de Mónica seguía pendiente de las armas que llevaban en la mano.:

—Muy bien. Os doy la mochila y os vais, ¿de acuerdo?

—Sí, perra, okey.Despacito, muy despacito y no hagas valentías.

Los dos empleados comenzaron a llorar. Estaban abrazados. Formaban una figura patética. Wagner sentía un enorme subidón de poder. Era el segundo atraco con el arma que habían comprado a un moro en Usera. Apuntar con ella daba a su imaginación un poder sin límites. 

Mientras Mónica se quitaba la mochila, sus empleados seguían abrazados. Lucas, a quien había reprendido momentos antes de llegar ellos, abrió los ojos repentinamente. Wagner se dio la vuelta y pudo ver cómo una señora miraba por la cristalera.

—¡Apúrese! —ordenó a la dueña.

—Voy, voy.

Ya se había quitado el tirante por encima de su cabeza. Tenía la bolsa en la mano derecha. Parecía que pesaba, al menos el contenido aparentaba completar todo el espacio del interior de la misma. Nelson, quien tenía la mirada fija en ella, estaba sudando bastante bajo la gorra. Un par de gotas pudieron escapar, apareciendo cerca de las cejas con una velocidad constante. Mónica desvió la vista hacia la ventana, donde también alternaba la mirada Wagner. . Nelson imitó la acción. Necesitaba saber qué demonios pasaba fuera, que tanto interés proporcionaba a su compañero y a la víctima.

Apenas fueron dos segundos para recorrer toda la cristalera y la calle, pero resultaron suficientes para que Mónica diera un golpe en el revolver que portaba Wagner. .El impacto hizo que el cañón se desviara de su cuerpo, generando que el atracador pulsara el gatillo. ¡Pum!

Un enorme sonido impregnó todo el local. Los dos trabajadores abrazados se tiraron al suelo, exprimiendo más aún sus cuerpos el uno contra el otro. Mónica, imparable, dio otro golpe al segundo majadero que portaba una pistola, algo más pequeña.. El arma cayó al suelo. Los dos atracadores frustrados salieron por la puerta como alma que lleva el diablo. Cerró la puerta de manera inmediata y acudió corriendo, sin soltar su mochila, detrás del mostrador, donde seguían abrazados los dos empleados.

—¿Estáis bien?

—Sí, Mónica, estamos bien —respondió Lucas.

En ese momento se dio cuenta del lugar donde había impactado la bala disparada por el revólver. Estaba en la pared, junto a la caja registradora.

—Gracias a Dios —pudo decir mientras buscaba el teléfono para llamar a la policía.

Permanecieron agachados durante tres largos minutos, en tanto llegaba el ulular de la sirena de un coche patrulla.

—Mariano tiene razón —pudo decir Mónica entre lágrimas.

Fue entonces cuando llego el momento de bajón, dándose cuenta de la posible tragedia por defender su negocio.

El Tío Alfredo

Valdebernardo es una de las tres zonas del Distrito de Vicálvaro, barrio del Este de Madrid. Se construyeron diferentes parcelas con edificios de 5 alturas. Las cuadrículas perfectas hacen calles rectas con amplias aceras. En el centro, a modo de división, establecieron zonas de juegos, descanso y reposo. Dos de las calles se consideran las principales arterias. El resto, más estrechas, separan los edificios con la suficiente amplitud para permitir el paso de luz solar a los bajos.

—Buenas tardes, Mericano…

—Hola primo Jonathan… —saludó el mejor aguador de la Villa y Corte.

La calle Rayada siempre tenía a alguien en la esquina, al menos de día. Dos personas sentadas en sillas de plástico, en compañía de alguno más de pie, constituyen una tertulia casi permanente. De vez en cuando, también se arrancaban cantando, con unas palmas al compás, incluso con un cajón para hacer ritmos.

El volumen de negocio de los mercados tradicionales en los pueblos de España siempre ha sido variable, dependiendo de la época del año. Allí se puede encontrar desde la ropa interior vendida casi por el precio de su peso, hasta un sinfín de modelos de bolsos de último modelo; incluso aquellos lucidos por las personas más famosas del país. La calidad de los productos es siempre proporcional al precio.

Jonathan Ferrera poseía dos puestos en el mercado. El de zapatos y bolsos era regentado por su esposa, y él atiende el de fruta en la parte trasera. Ambos eran de los más frecuentados en sus sedes fijas: Móstoles, Alcorcón, Fuenlabrada, Valdemoro, Alcalá de Henares y El Molar.

—Buenas noches, tío —saludó Jonathan a tres metros de su pariente, el Tío Alfredo.

—Cristo del cielo, Jonathan —respondió.

El viejo se levantó apoyándose en el cayado. Este gesto hacía más de argumento de poder que de necesidad para mantener el equilibro. Se saludaron con dos sonoros besos en las mejillas.

—¿Qué tal está tu esposa, sobrino?

—Bien gracias a Cristo, tío, bien.

—¿Y el mercao?

—Como siempre, tirando, que no es poco, ya sabe ustécómo están la cosa.

La crisis económica es más palpable en el pequeño comercio, frente el nivel global de las grandes superficies. Si bien sus precios son siempre muy similares, el margen de ganancia, así como la afluencia de público, fluctúa más de lo imaginado.

—Tengo un pequeño problema, tío. Y usté, como hombre de justicia, sabrá envirarmi disición.

—Venga ese asunto, que ya’stoyqueriendo conocer.

—Mire, hace tiempo comerciamos un poco de jachíspara que payos y negritos sean más felices, con esa cantidad de calamidades suyas. Ustéy los tíos, dieron su aprobación, semprey cuando no se vendiera ni consumiera a nengunode nuestra cultura.

—Así se dijo, sobrino —confirmó Tío Alfredo.

—Y se cumplió. Hemos hecho gran negocio para toala comunidad con los moritos. Uno de ellos, el principal qu’sosteníael contacto, fue pa’laMeca y murióseen una avalancha allí.

—Cristo lo tenga en la gloria que él quisiera —elevó las manos al cielo y miró al encapotado firmamento de Madrid.

—¡Aleluya, tío Alfredo! Hoy, qu’es2 de septiembre, ha veníoel morito nuevo, con el primo del anterior. Y’estemediodía hemos comíodespués del mercaíllode Fuenla.

—El nuevo morito se llama Ajmedcon «h». Está casaocon una paya y vive en Vallecas. Hastahítodo más o menos bien. El problema es… quié divertificarel negocio.

—Esdiverfisicar, sobrino, diverfisicar. Viene a ser vender otros produtos, ¿es así? —Tío Alfredo no había estudiado, pero sí sabía leer casi todas las noticias del periódico.

—Es y no es tío… verá usté, el Ajmétiene… quiere… poder siministrarotra cositas.

—Jonathan me tiésen un vilo. — El joven se estaba haciendo más que desear.

—El morito quiéusarnos para llevar puscasmarmulla, tío.

El joven miraba al suelo, donde sus pies estaban alisando el enlosado urbano, pese a ser de cemento. Aunque sentía la mirada directamente a su cabeza, tardó quince segundos en encontrar la mirada de Tío Alfredo, que no había dicho ni mú; tampoco al encontrar los ojos de color zaino de su sobrino.

—¿Qué hacemos Tío?

—¿Qu’hasrespondío al morito? 

de … tenía que pensar un poco con mi papa… un presuponer que estoy haciendo, Tío.

El viejo golpeaba el suelo con su bastón. Los flecos de cuero pendían de la empuñadura; simulaban un ritmo de una música que solo el dueño podía identificar con toda seguridad. Así estuvo un par de interminables minutos. Pistolas y balasson cuestiones complicadas:

—Mezclarpuscascon nuestro jachíses mu mal negocio. De vez en cuando alguno venís a pidirconsejo pa aprovechar más los vicios de los payos. Las razones del dinero son mu poderosas, ya qu’unamisma cantidad se puévender por unos duros más bonitos… Pero siempre sus digo igual: a más dinero, más peligro, más avaricia y más problemas. La juventud sus fijáis demasiado en las apariencias como los payos: coches nuevos y potentes, ropa cara, joyas y fiesta sin parar. Tanto,q’alfinal los propios burros sus coméis la basura que vendéis. ¡Ah, Cristo del Cielo!

Carraspeaba, típico del consumo de tabaco. El médico le aconsejó dejar de fumar, pero a su edad, la vida tan perra como era, el purito después de la comida a mediodía no podía quitarse con facilidad.

—Mi opinión… ya sabes: el jachíscasi está hasta bien visto por los pulisías. Pero las puscas… eso es cumerciarcon útiles a usar en su contra. Mi visto bueno, no le tiés, no, sobrino Jonathan. Si consientes en trabajar eso, te pido alejarse de nuestra comunidad —finalizó el Tío Alfredo.

—Era la idea que traía yo, tío. Eso no tié buena cara. Quiríaponer en su saber porque, si yo no llevo eso al morito, otro habrá que sí lo haga. Más que … pa que ustésupiera, Tío Alfredo.

—Aúnasín, dame todo lo que sepas de ese morito, por si nos viene bien cambiar de él, no sea que él pretende cambiar de nusotros.

El joven Jonathan confió todos los datos precisos que sabía. Pormenorizó hasta la matrícula del coche. Cualquier dato siempre es bueno. Su oficio reducía mucho el papeleo. Dejar evidencias por escrito solo servía para que la policía aumentara años de condena, en caso de ser detenidos. La palabra era el mejor pasaporte para tratar entre ellos. «El papel es palimpiarse cierta parte del final de l’espalda»,decía el Tío Alfredo.

Después de un rato, Jonathan se despidió del hombre con el respeto de la Comunidad. Todo el mundo aceptaba su criterio. Pocos se atrevían a contradecir sus consejos. Hasta era el intermediario cuando alguien pleiteaba en un conflicto interno.«Nusotrosno nos metemos en la Justicia de los payos. Mejor nos arreglamos entre nusotros»determinaba la tradición.

La noche se acercaba. Tío Alfredo acostumbraba a cenar hacia las 21.00. Se despidieron. La mayor parte de los aparcamientos estaban ocupados por furgonetas de transporte de mercancías. Los bajos de los edificios tenían plazas de garaje. En concreto, donde vivía Tío Alfredo, los accesos estaban bloqueados por bidones llenos de hormigón o vehículos en la rampa de acceso.

—Buenas noches, Mericano —dijo al marcharse hacia su casa.

Petición de carga

La sede de la Dirección General de la Guardia Civil de España está en la calle de Guzmán el Bueno. Lo más significativo del lugar es encontrarse justo en frente del Salón de Loterías, donde se llevaban a cabo los sorteos de Navidad y del Niño. Las instalaciones han sido objetivo de varios ataques terroristas de ETA durante más de cuarenta años de barbarie asesina. Allí trabajan más de mil personas cada día. Y aun desconociendo el interior, no se puede imaginar un lugar más céntrico donde quepan más de quinientos coches particulares. Este detalle invita a compartir los gastos semanales de transporte. En Madrid, la mejor forma de ahorrar combustible es compartir el coche con otros compañeros o vecinos, siempre y cuando coincida el destino de la residencia. 

Cuando se llega destinado, no por casualidad precisamente, uno va conociendo a quién puede unirse para las rutas extraoficiales para acudir a prestar servicio a la Benemérita Institución. El conductor de turno solía ser un mero taxista. Los ocupantes acostumbraban a continuar con pequeños coscorrones el sueño interrumpido, no solo en la ida, sino también a la vuelta por la tarde. La economía del trabajador residente en la Comunidad de Madrid llevaba mucho terreno ganado al horario laboral.

Baldomero tenía el turno de taxi. El fin de semana fue algo más tranquilo de lo normal, ya que su novia se ausentó para visitar a una prima suya en Valencia. Si bien la morriña gallega tiene fama reconocida, los nativos de República Dominicana tenían un sentido muy acusado de recordar su tierra, su familia y algunas de sus costumbres. La tranquilidad de reposar en el chalet, sin tener la necesidad de bajar a alguna de las discotecas de moda de Madrid, era algo apreciado por él. Además, alejarse un fin de semana de consumir cocaína era un buen motivo, pese a lo encantador que resultaba tomar unas rayas entre las tetas de Yaiza. Así llamaba a su Flor de Ébano.

Eran las 17.45 horas. El último en bajar del coche fue Marcelino.

—Hasta mañana, Baldo —se despidió.

—Adiós… —respondió de voz—. ¡Cabrón! —Pensó para completar la frase.

Marcelino vivía en un ático en su mismo barrio en Valdemoro; su esposa estaba más que jamona. Le había tentado varias veces por si accedía a tener un quelque chosecon él, aprovechando que Marcelino viajaba a inspeccionar las intervenciones de armas de las Comandancias. Pero Eva, sonriendo, siempre respondía:

—Baldo, bonito, si te cojo entre mis piernas y mis tetas no volverás a probar un coño en tu vida. ¡Te absorbo hasta los higadillos!

—Deja, deja, podrías comprobar las posibilidades del jacuzzi de mi chalet —. Retaba a la joven rubia.

—Soy demasiado escogida como para poner mi chochoen ese lugar, ¡la de putas que has mojado allí!

La crianza en el pueblo leonés de procedencia, a más dentro de un Cuartel de la Guardia Civil, hizo mucha mella en Eva. No necesitaba de nadie para desembarazarse de hombres demasiado propensos a contar sus hazañas, habilidades o cantidades de compañeras o compañeros sexuales.. Aún así él, cada vez que coincidían con dos copas de más, no dejaba la ocasión para proponer un revolcón.

La temperatura era más que agradable. El verano se alargaba. Se fue a comprar algo de comida al supermercado. También debía llenar el depósito de gasoil del coche: los lunes salía más barato el combustible para ahorrar algo de dinero. Los variados vicios disfrutados eran un poco caros y se veía obligado a consumir de manera racional de vez en cuando.

Empujaba el carro cuando sonó la melodía de su teléfono reservada para su amigo Sito:

—¿Qué tal socio? —Respondió.

—Mejor que tú, pedazo golfo. ¿Qué tal ha ido el finde?

—¡Ah, amigo! Relajado, muy relajado. Deberías probar a estar un par de días sin tener que complacer a nadie más que a ti mismo.

—Eso no te lo crees ni tú, mamón —dijo Sito—, en cuanto vuelva lanegratate va a dar un repaso… por cierto ¿cuándo vuelve?

—El jueves. Ese día ya estaré preparado cuando venga «con lo que venga», ya me entiendes —respondió Baldo.

La socarronería del doble sentido hizo carcajear a ambos. Cogió un guante de plástico de la fruta porque un gargajo —producto del consumo de tabaco— salió del fondo de sus machacados pulmones. Pese a tener 43 años, su edad biológica aparentaba veinte más.

—Es que… ha llamado el Bis: necesita dos máquinas de coser —dijo Sito.

—¿Dos? ¿Del 9?

—Sí, del 9 normal. También dice que quiere un chisme alargadodel 300. Quiere ir a buscar a la mamá de Bambi.

—¡Qué cabrón está hecho! ¿Te ha pagado la penúltima gestión? —Baldo siempre estaba ahíto de dinero.

—Mañana por la mañana voy a Vallecas. He de ver una cosa de mi exsuegro y aprovecho para hacer cuentas.

—Bien, bien. Del 9 tengo una terminada… para el otro cacharro… llamaré a Gumi.

—Vale, vale.

—Oye, ¿por qué no te vienes mañana por la tarde hasta aquí a dar unrulo? Podías llamar a la amiga de Inés y hacemos un barbacuzzi? No tengo ni idea cuándo estaré libre otra vez.

—Se puede intentar. Luego a la noche te llamo, ¿vale?

—Confío en ti —, se despidió Baldo.

—¡Jajajajajajajaja! Yo ni de coña.

Ambos se conocieron por una coincidencia de amigas. Después, una vez que ellas descubrieron que eran unos auténticos maleducados —diciéndolo fino—, comenzaron a colaboraren financiar sus numerosos y caros vicios.«¡No solo de putas vive el hombre!» era uno de sus brindis favoritos.

El chalet de Baldo fue financiado gracias a colaboraciones entre amigos: tú necesitas esto, yo te proporciono lo otro. Así durante años. Tuvieron una temporada de éxito y casi abandonan la vidafuncionarial, para pasar a engrosar la Seguridad Privada. Sin embargo, reaccionaron a tiempo.

—Podemos garantizar la seguridad de determinadas zonas industriales con gente que trabaje para nosotros, sin la necesidad de que tengamos que ir todos los días a hacer las noches. Si aprovechamos las cámaras de vigilancia con sensores de movimiento, y contamos con un ordenador y varios teléfonos, tenemos todo controlao.

Ese fue el secreto de los comienzos de su naciente negocio. Ambos necesitaban un complemento para mantener su nivel de vida, muy superior a sus posibilidades laborales. Un par de abonos por barba para ver los partidos de la Copa de Europa en el Bernabéu conquistaban a más de una jovencita, conocidas en bares de copas de las zonas de más ambiente; entradas a los reservados de las discotecas de moda de la ciudad, a los restaurantes más caros, viajes de fin de semana a vivir la locura de la noche ibicenca. Los dos príncipes ponían a disposición de la chica de turno aquello que ella soñase o quisiera hacer realidad.

Sito tenía una nueva necesidad. Baldo había echado cuentas y con poco más de tres o cuatro entregas quedaría saldada la hipoteca que tenía pendiente de su chalet. Su esposa, cuando decidió abandonarle, dejó en sus manos la casa que tanto había costado construir.

—¡Lajodíaperra se fuga con el cabrón del Teniente! —fue la expresión que dijo a Rodrigo, su abogado, compañero de copas y de ayuda en situaciones algo molestas en más de un prostíbulo.

Su honor de macho, del cual presumía por su facilidad para conquistar mujeres de una sola noche, saltó por los aires cuando llegó a casa una tarde y su esposa había hecho su mudanza completa: ropa y enseres regalados por su familia. Además de los papeles firmados para la separación, dejó una fotografía en color de un amigo de ella, cuyo parecido con el hijo que llevaba su apellido, y al que había pagado el bautizo y ropa durante 15 años era más que razonable. 

—¡Ya decía yo que era muy alto el hijoputadel crío! —acertó a decir entre el desconsuelo.

El negocio iba bastante bien. Sito se movía con habilidad en la negociación y distribución. Además, contar con Bis supuso un buen fichaje: manejaba hachís de buena calidad y a un precio bastante competitivo.

Guardó la compra en el maletero del coche, sonriendo ante las nuevas expectativas para su próspero negocio…

Ataque Andújar

Eran las 14.30 horas. Felipe siempre elegía esa hora para iniciar su viaje, al contrario que la mayoría de los camiones articulados, que se detenían para descansar, comer y dar reposo a la regulación de horas de conducción máximas establecidas en España. Tendría tiempo para llegar a Madrid, dejar el camión e ir a ver el partido de liga del Atlético Madrid a las 21.00 horas en el Estadio Vicente Calderón.

Tras acabar su contrato en la Legión española se decidió por trabajar como chófer de camiones para Altadis. La compañía de distribución de tabaco en España estaba dirigida por personal retirado de Policía y Guardia Civil, así como otros jubilados del Ejército. Proporcionaban un sueldo más que digno, siempre a cambio de una lealtad forjada en las más duras condiciones de años en la milicia.

Se había embarcado en la compra de un Renault Magnum de segunda mano de cabeza basculante de forma autónoma, la cual producía una agradable sensación al viajar. Los años de la dura amortiguación de los BMR de la Legión habían hecho de Felipe todo un experto conductor, aunque con la espalda algo maltrecha: carreteras infumables en la ex Yugoslavia y polvo de las montañas Afganas, determinaron su elección.

En el polígono industrial de Andújar paraba el bullicio hacia las dos de la tarde. Diferente a otros lugares de las grandes capitales, allí se paraba a comer a las 14.00 como hora límite. Por ello, la circulación quedaba interrumpida por espacio de dos horas: no se atendía a nadie.. Y, exceptuando «el camión del tabaco» con Felipe de conductor, los vehículos por la zona no se movían.

La potencia era enorme en relación con la carga, el tabaco ocupa mucho volumen, pero tiene un peso muy liviano. Así pues, el camión circulaba con mucho brío por la calle llena de baches, castigada sin piedad por los tractores en época invernal cargados de olivas hacia la almazara.

Después de 200 metros desde la salida, un todo terreno se incorporó con rapidez a la vía. Felipe tuvo que plantar un poco el freno para evitar poner en lo alto de la tapia al conductor:

—¡Niñoooooo! ¡Gilipollaaaaaaaaaaaaaaaaaa!

Otra conversación se mantenía a veinte metros delante del Renault:

—Estamos delante. ¡Aproxímate ya! —Chisporroteaba la emisora del coche delantero.

—Ya voy… ralentiza en diez segundos… —Fue la respuesta desde otro todoterreno idéntico desde la curva anterior.

Los cristales tintados implicaban la actitud de majadero.. Aún con ello, el temple de Felipe seguía invariable. El todoterreno comenzó a ralentizar su marcha; Felipe también.

—¡Qué mierda eztáhaciendo!

Sin que se diera cuenta, otro todoterreno oscuro empezó a adelantar su tráiler. De pronto, en un instante, lo vio claro: era un ataque. La ventanilla derecha del turismo empezó a bajarse y por ella se asomó una gran pistola negra. El todo terreno que encabezaba el ataque abrió su puerta trasera y de ella apareció un tipo empuñando un arma larga.

—¡Para el camión ya! —Ordenaron desde el coche que se posicionó en el lateral.

Felipe redujo una marcha para conseguir mayor potencia. Giró bruscamente el volante, obligando al turismo que circulaba en paralelo a acelerar. En ese momento el tirador del coche delantero empezó a disparar hacia la cabina del camión. Por suerte, el movimiento había alterado la posición del objetivo y los proyectiles impactaron en el retrovisor derecho, dejándolo destrozado..

Subió una velocidad adquiriendo un ritmo inesperado para el todo terreno delantero, al que dio tal impacto que lo desplazó hacia la cuneta de la carretera.

Felipe incrementó la velocidad dando alcance al turismo delantero, el impacto fue tal que lo desplazó hacia la cuneta. 

—¡Hioputaaaaaaaaaaaaaa! ¡Jódete cabrón!

El todoterreno del lateral comenzó a disparar hacia el tráiler. Felipe, acostumbrado a recibir impactos en la chapa de sus bólidos blindados legionarios, ni se inmutó. Decidió aminorar la velocidad para despistar a los atracadores.. En cuanto calculó que estaba próximo a las ruedas traseras de la cabeza tractora, giro paulatinamente la dirección hacia la izquierda. El conductor pisó los frenos y activó el freno de mano, pues Felipe había reducido la carretera a una anchura de metro y medio en el lado izquierdo, la cual finalizaba en las piedras del puente sobre el río Guadalquivir.

Cruzó el puente a toda velocidad, comprobando que ambos perseguidores desistían de continuar su camino. Aun con ello, no bajó la vigilancia de todos los coches de su alrededor, activó la bocina del camión, saltándose todos los semáforos en rojo hasta parar, con un derrape antológico, frente al Cuartel de la Guardia Civil.

Bajó del camión y se encontró con el Guardia de Puertas, que salía en tropel para ver qué pasaba.

—Pepe, Pepe… me han atacaoel camión unos hijoputascon escopeta y pistolas — decía entre jadeos Felipe a su excompañero de la Legión, ahora enroladoen la Guardia Civil.

—¡No me jodas Felipe! — acertó a decir el agente de la Guardia Civil.

Los impactos en la cabina daban credibilidad a su relato. Además, Felipe podía fumar un par de porros un día de fiesta, pero con las cosas de comer no se jugaba.

2

Digeguci

El Sargento Carlos Lozano estaba tomando el segundo café de esa mañana. El jueves era un día tonto en la oficina, ya que uno llegaba al final de la semana con el trabajo acabado y bien podía joderse el finde con algún marrón a punto de surgir.

Utilizaba ese momento para ingerir algo más contundente que el primer desayuno en su casa de Las Rozas. Desde que era joven adquirió la costumbre de ingerir el sólido un poco más tarde en lugar de nada más levantarse. Gustaba de dar tiempo para que el cuerpo se acostumbrara a la posición vertical sobre la superficie terrestre. Además, la cafetería de la Dirección General de la Guardia Civil servía unas barritas con aceite y tomate natural aliñado con albahaca, dignas de cualquier población andaluza. Incluso podía pedirse jamón y un poco de pimienta para organizar un desayuno propio de la realeza medieval.

—Buenos días, Carlos —saludó David Valea, agente de Policía Judicial de Madrid.

—¿Qué tal, David? —respondió atento.

—Me han dicho que estabas por aquí.

—¿Es muy gordo el marrón? — dijo Carlos mientras señalaba la carpeta color sepia que traía David en la mano derecha, que enrollada había servido para llamar la atención del Sargento con unos toques en su hombro.

Ambos se conocían desde la niñez. Habían crecido en la comandancia de destino de sus padres, ambos conductores del Servicio de Material Móvil de la Guardia Civil. Incluso fueron durante años en asientos contiguos en el microbús que llevaba a los lechonesal colegio e instituto.

—Más que un marrón. Se trata de unas coincidencias que no cuadran en nuestro universo.

—¿Y qué cuadra en este nuestro mundo? Tomemos un café y luego vamos al despacho, que aquí hay demasiada ropa tendida. — Dijo esto en referencia a los muchos agentes allí presentes, cuya principal ocupación diaria era oír los comentarios del bar para darle a lapirlachaen Radio Macuto, como en cualquier lugar militarizado.

Las mesas estaban ocupadas por agentes que habían llegado antes. Un acuerdo tácito era dar prioridad a aquellos componentes de la Compañía de Seguridad, que prestaban su Servicio en los accesos, esquinas y alrededores de las instalaciones de la Dirección General. Ellos pasan las inclemencias del tiempo las 24 horas del día, ¡qué menos que dejar un asiento cómodo!

David y Carlos se dispusieron en unos mostradores en la mitad del local. Un oportuno estante permitía depositar sus gorras y las carpetas que se llevan de un lado a otro de la sede oficial, quedando resguardadas de las posibles manchas de bebida.. A su lado estaba un grupo de cuatro agentes comentando animadamente:

—…La semana que viene es el Campeonato en León…

—¿Vas a ir?— preguntó David/Carlos.

—Pues claro, no te jode. Aquí me voy a quedar contigo, ¡triste, que eres un puto triste! — el aspecto físico de ambos dejaba mucho que desear sobre su cualificación deportiva, excepto por unas bien conservadas barrigas cerveceras.

—¿Cuánta munición te llevas?

—Creo que nos apañaremos bien con cuatro o cinco.

—¿Cajas?

—Mil, ¡joder! Creo que con veinte bolsas andaremos bien. Bolsas reciénsaliditasde la fábrica de Santa Bárbara de Palencia. — Cada caja tiene veinticinco cartuchos, empaquetados en bolsas de a ocho—. Hemos de contar los entrenamientos, los recorridos, la precisión y si sobran traeremos de vuelta.

—¿Y si no? ¡A la buchaca! —respondieron con grandes carcajadas.

Un grupo formado por dos uniformados y uno vestido de paisano, charlaba animadamente sobre el plan del campeonato de tiro. En otras cafeterías resultaría extraña dicha conversación. Allí era más o menos lógica; si bien, alguien con algo de veteranía podría pensar que era un desperdicio de munición, recordando tiempos de los años 90. Gracias a los desfalcos de Luis Roldán y otros que se guardaron bajo su capa, había agentes que, con suerte, disponían de veinticinco cartuchos al año para ejercitarse.

—Deja que te ayude anda, que te estás poniendo de buen año — dijo David birlando uno de los dos trozos recién partidos de la barrita de tomate. .

—¿Cuándo vas a sentar la cabeza con alguien?— le preguntó de imprevisto Carlos.

—Ya hablo con mi padre todos los días.

—¿Sigues sin proyecto de compañera de piso?

—Fija, no; intermitentes sí. Creo que, excepto mi madre, pocas mujeres me pueden aguantar más de un par de meses seguidos. Por ahora.

Sabía que era verdad. Prometió remediar ese detalle, pero no conocía cuándo llegaría el momento, ni la persona. La presión familiar se trataba de un tema secundario para él.

—¿Es muy chungo eso de venir a buscarme tan pronto? — preguntó Carlos.

—Hombre, dicho así, y aquí, suena un poco feo. Digamos que soy un emisario de mi Comandante, ya que tienes unas cuestiones que , con tu sabiduría finita…

—Llegarás lejos con esa forma de dar grasa.

—¡No me jodas! ¡Ahora con piso y parking en el centro de Madrid! Espero pasear a mis nietos por esta plaza de la Dirección General dePicolandia.

Era difícil permanecer en la escala de suboficial dentro del cuerpo en un mismo destino, más complicado era conseguir un piso en la sede central y, con el paso qué llevaba, ¿David pasear a sus nietos? Ambos sonreían conociendo las respuestas.

—Urgente no es, pero raro mucho, mucho.

—Entonces será mejor que vayamos al despacho, porque estas mesas están hartas de chismorreos.

La Guardia Civil tiene el encargo legal de velar por la seguridad, así como documentar y controlar la posesión de armas en territorio nacional, a la vez que su venta, y la comercialización y distribución de municiones y sustancias explosivas.

Llegaron al despacho de Carlos entre comentarios sobre las posibilidades de pasar un fin de semana haciendo piragüismo en las Hoces del Duratón, provincia de Segovia. Dentro de la Unidad de Criminalística, tenían unos archivos muy documentados sobre armas de fuego a lo largo de la historia en España: la delincuencia común y el terrorismo son quienes han utilizado contra otros semejantes dichos instrumentos. El archivo documental es enorme y está en continuo crecimiento, ya que se solicitan constantemente pruebas periciales sobre los proyectiles y señales que producen las armas al ser disparadas en escenarios donde se comenten actos delictivos.

—Se trata de un hecho ocurrido en Andújar. ¿Has oído algo de un asalto a un camión de tabaco?

—Sí, sí, algo vi en las noticias — respondió Carlos.

—Pues estaban convenientemente maquilladas, gracias a Dios.

—¡Ya se ha puesto interesante!— clamó emocionado Carlos.

—Resumiré el tema: los calibres de las armas empleadas no se corresponden con la realidad. Verás, Carlos, es verdad que se produjeron disparos a la cabina del camión con un par de armas cortas del 9 mm Parabellum y con una escopeta de caza con perdigones del 12. Sin embargo, hemos conseguido ocultar un arma que nos extrañó mucho: utilizaron también una pistola de calibre 9 mm Largo de la época franquista —. David le miraba a los ojos.

—¡Joder! ¿Quién tiene un chisme de esos que puede estallarte en la cara por el deterioro del hierro?

—Sobre el portador, ni idea. Los dos proyectiles estaban en el cráneo del tirador de la escopeta, que además tenía un tercer disparo en la boca, el cual, supuestamente, se metió él mismo tras fracasar el follón del camión. Los investigadores y el juzgado han silenciado los datos, pero la munición era inequívocamente de su escopeta, aunque ni de coña llegaba con sus brazos a pegarse un tiro en la boca con su arma: no tenía el cañon dentro, sino fuera…¡le reventaron el careto completo!

La diferencia de tener o no el cañón dentro de la boca es clara: desde el interior no se quemaría la cara, y los perdigones actuarían dentro de la cavidad. En cambio, desde fuera, la munición sería parte de los boquetes producidos en la propia cara.

—El forense encontró los proyectiles alojados junto a la clavícula. Fueron efectuados desde atrás y desde arriba, apuntando hacia abajo. Probablemente, tras esto, intentaron maquillarlo como un suicidio con la escopeta, aunque se les fue la pinza: dispararon dos veces.

—¡No me jodas!

—Y no solo eso. La longitud de los brazos imposibilitan que él mismo pudiera dirigir la escopeta y dispararse a la cara y además… ponerse las zapatillas al revés después de hacerlo.

—¿Un suicida que se pega dos tiros en la cabeza él mismo? ¡Vamos no me fastidies! ¿De dónde era el suicidado? — preguntó perplejo Carlos.

—Marroquí.

—¿Moros atracando camiones de tabaco con armas del abuelo Paco? ¡Ufff! Pedazo marrón.

—Pues sí y ahora contamos contigo. ¿Quién puede tener un 9 Largo en perfecto estado de funcionamiento?

—En principio, alguien más que viejo, antiguo: ese era un arma bastante peculiar dentro del Ejército español. Me suena, espera, espera.—Se levantó de la mesa y fue a la estantería que tenía en la pared de enfrente. Una suerte de libros encuadernados en piel de color burdeos lucía en la segunda balda. De un pequeño cuaderno buscó en el listado—: Número 6 — dijo al coger el tomo numerado así.

El índice reveló que en la página 47 había una suerte de ejemplos.

—Pistola Star 9 mm Largo, propia de los Oficiales de Caballería del Ejército de Tierra desde 1931 a 1973. Retirada de circulación, quedando a disposición de los oficiales que querían conservarla de manera particular como recuerdo de su empleo. Algunas estarán inutilizadas, ya que han de estar todos retirados o fallecidos. Aunque si algún pariente o amigo ha comprado el arma con licencia de arma corta, puede tenerla a su disposición.

—¿Y la munición?

—Eso puede comprarse o, con suerte de algún aguililla, recargas los cartuchos que vayas disparando. ¿Utilizar un 9 Largo para matar a alguien? Es una posibilidad que no ocurre en España desde el Lute o más. Ni ETA ni Grapo; ellos se decantaban por 9 Parabellum, 38, o bien el 22 con el que mataron a don Miguel Ángel Blanco Garrido en Ermua, por ejemplo… 

—…o los yayos se han vuelto locos, o tenemos nuevos malos sueltos… 

—…o moros que recuperan armas de los Berberiscos. Por eso es un puto marrón lo que tenemos encima.

Carlos dejó sobre la mesa una bolsa que llevaba pegada un folio que hacía las veces de firma de Cadena de Custodia: entrega, recoge, fecha,… Estampó su firma y lo abrió para ver los dos proyectiles, junto con dos casquillos. Seguían envueltos en una bolsa de plástico.

—Interesante — dijo Carlos mientras examinaba de cerca las pruebas del asesinato de un hombre que había sido disparado para intentar ocultar el hecho principal de su muerte —. Los casquillos tienen fecha de 1963. —eEn el culote queda estampada con una marca imborrable que perfora ligeramente el metal la fecha de fabricación.

—¡Ya lo sé! Pero, ¿eso es posible?

—La primera vez que fabricaron el cartucho sí. Aunque una persona con conocimientos de armero o un mecánico avanzado teniendo la maquinaria adecuada puede recargar unas cuantas veces los cartuchos,

El presunto marrón se había convertido en una interesante misión para un avezado investigador de Criminalística de Policía Judicial.

—Hace años conocí a un tipo peculiar que se dedicaba a cosas de estas .

En la lejanía se veía una posible solución, más cercana en el tiempo que la fecha en la que sus padres contrajeron matrimonio, relativa a la primera carga de ambos proyectiles. Además del trabajo, la investigación pericial era todo un vicio. El enigma penetró totalmente en su cabeza. Sabía que comenzaría a estar obsesionado por dichos casquillos y los proyectiles.

—Gracias David.

—A trabajar— pronunció Carlos con total decisión.

Su laboriosidad era legendaria. Dispondría todo su tiempo, incluidos los traslados hasta el trabajo, en pensar las posibles opciones para resolver el crimen. Más que un marrón, era un honor, al menos para él.

Unas gotas de lluvia comenzaron a repiquetear en el cristal de la ventana del despacho. A lo largo de las paredes se disponían varias fotografías, más o menos ampliadas, de los estudios periciales que había realizado. Otra gente dispondría de diplomas de estudios. Él, por contra, había adornado sus paredes con los casos más destacados en los que había elaborado. ¿Sería éste el siguiente cuadro a colgar?

Los Tíos

Los días de mercado popular se dividen por los diferentes barrios de Madrid. La distribución suele concordar diametralmente con el fin de no saturar a la clientela de los mismos; en ellos, los vendedores tienen una frecuencia muy medida para acudir a cada cita semanal. El conjunto organiza a su manera el reparto de lugares. Muchos son miembros de familias, con lazos sanguíneos establecidos con otras a lo largo de años. Las estructuras familiares tienen una ley interna en ocasiones coincidente, otras divergente, respecto a la legislación del resto de ciudadanos de España. Se puede decir, sin ánimo de ser demasiado exhaustivo, que sus raíces son el respeto a los mayores.

El tío Alfredo Romero se acercó al mercado de San Blas. Era viernes, 5 de septiembre. El coche era conducido por Cristóbal, su segundo hijo:

—Aparca en el Carreflús… —dijo el patriarca—. Desde allí andaremos un rato, qu’elairees nesezario

—Sí, papa —respondió Cristóbal.

Encontró sitio en la primera planta del parking. Estaba prácticamente a la mitad. Eran las 10.15. El centro comercial de Las Rosas se desperezaba del letargo. El viejo BMW 525 de color azul descansó plácidamente junto a los carros de compra..

Subieron por las escaleras mecánicas y salieron por la puerta que daba acceso a los peatones a la Avenida de Guadalajara. Cristóbal fue educado en el respeto, y con ello cedió la entrada a dos señoras de 140 años en total. Tío Alfredo sonreía recordando algún que otro capón enviado hace 35 años a la sesera de sus chicos.

—Educación, niños, educación con to’l mundo… incluidos los payos.

La explanada frente al Centro Cultural del barrio de Las Rosas estaba repleta de puestos ordenados en rectángulos perfectos. Era un espacio multiusos al aire libre: cine verano, aparcamiento gratuito para los vecinos, pista de carreras para coches teledirigidos y atracciones infantiles durante las fiestas del distrito, entre otras. La racionalización servía para que todo el mundo pudiera utilizar el espacio público.

Los puestos eran copados en un 80% por familias de etnia gitana. El resto servía para vendedores de de charcutería, encurtidos y algún que otro mercader de especias. La globalización de algunos barrios tenía una incipiente, pero controlada, aparición de personas que vendían productos autóctonos basados en alimentos para condimentar. De esa guisa se podía encontrar a algunos pasteleros árabes, con las especias propias de su gastronomía.

En la esquina más alejada de la calle había un semicírculo de personas sentadas en sillas de tipo camping. De pie, tras ellos, varios grupos de personas jóvenes charlaban animadamente. Según se aproximaba Tío Alfredo, cada uno de los integrantes fue levantándose de su asiento. Un joven apareció con una silla abierta para sumar al recién llegado a la reunión.

Tras los besos y abrazos oportunos, Tío Alfredo se sentó:

—Buenos días a tósmis primos. El mismo Cristo ha daoun día soleaoa todos nusotros. —Todo el mundo asentía moviendo las cabezas tocadas por típicos sombreros de tela oscura, a la par que descansaban sus brazos en bastones, de diferentes tamaños pero con la igualdad en tener unos flecos de tela bajo la empuñadura.

En ese grupo de amigos reunidos se controlaba el 80% de la AGA: la Asociación de Gestión de Ambulantes. Si bien ellos preferían denominarse la Asociación Gitana de Ambulantes. Regían el sistema de mercadillos de la Comunidad de Madrid. El 20% restante se refería a los otros vendedores ajenos a la etnia, que siempre estaban de acuerdo con todos los consejos de los mayores.

—Tío Alfredo, hemos oíoque tiésalgo que contarnos, ¿es mucho el plobrema? —El Tío Silvano Gabarre también disponía de una amplia experiencia como arreglaor, la figura semijurídica a la que todos los clanes acuden para resolver sus diferencias.

—Verás, Tío Silvano, es un plobremaque se veía devenir. Tenemos a controlar su evolución. Nos puéacabar con tósy cada uno de los chiringos de nusotros. Hay un morito que nos trae el produtoque distribuimos para que los payos sean felices y echen unas güenasrisas. El morito es nuevo. Dice que su primo murió cuando fue a ver el monasterio de su Alá y este morito me gusta menos que ná.

—¡Con lo simpático que era Mojamé! —comentó en voz alta Tío Isaac Jiménez, la voz más singular de Carabanchel.

—Pos sí, Tío Isaac, Mojaméera mumajo para ser un moro; éste que ha veníoes más joven, paecealgo siniestro y creo tiémás hambre de parné que la mismísima Hacienda de los payos.

—¡Los acuerdos son Palabra de Cristo! Si no se quiéatener al negocio y reparto de la comisión… —El enfado se vio venir en la profunda voz del Tío Bartolomé Heredia, patriarca de los gitanos de Usera.

A cada una de las contestaciones de los miembros todos movían su cabeza en señal de asentimiento. Esa era una de las reglas desde hace siglos, evitando tener que hacer miles de votaciones para cada apartado de su reunión. Si alguien estaba en contra, bastaba con esperar turno, poner en voz alta su opinión al respecto y esperar la aprobación del resto. Eso de levantar la mano a favor o en contra era cosa de payos, quienes ni se fían de las miradas de sus semejantes.

—Querida familia, los lazos de lasangre nos unen entre todos nusotros.Semosprimos, cuñaos, hermanos, incluso tenemos la pilaen nietos de común desde hace… ni se sabe. El plobremaes la intención del morito para utilizarnos en transportar puscasymarmullas, algo mu feo.

El bastón del Tío Alfredo comenzó a repiquetear en el suelo. Seguía la misma frecuencia que el segundero de un reloj. Las miradas iban de un lado a otro de las sillas. Todos ellos se retreparon en sus acomodos, plantando y moviendo de forma acompasada sus respectivos cuerpos. El aire se había viciado de tanta espesura que podía ser rebanado como un trozo de mantequilla dentro de su propio recipiente.

—Eso es mu grave, Tío Alfredo —determinó Tío Isaac Jiménez—, y mu malo pa tós nusotros.

A pesar del oscuro color de piel de la raza, y al atezado bronceado de recibir el sol durante horas, podía distinguirse un atisbo de palidez en cada Tío. Esa noticia suponía un fuerte temblor en la estructura de todos sus negocios, ya que sus raíces eran la estabilidad ausente de violencia dentro de la sociedad en convivencia con los payos.

—Por eso vine a conversar con vusotros. Traer puscas, llevarlas por ahí, pondría más encima de nusotrosa los junyunales—dijo utilizando la arcaica denominación para la Guardia Civil—. El costo está bastante permitido y no es peligroso. Pero, meternos en negocios con marmullas… eso es mumalo para nuestra reputación. No se puede intentar mejorar todo el mundo gitano haciendo cosas tan peligrosas. Nusotrosno semossalvajes, como esos morenos teñidos que vinieron a Europa.

Tiéstoda la razón, Tío Alfredo. —Respondió Bartolomé Heredia mientras contaba las opiniones favorables del resto del colectivo reunido—. Estamos seguros qu’has pensaoalgo.

El sol proporcionaba tal calor que elevó la temperatura corporal de todos, y esto sumado a la pésima noticia del Tío Alfredo, consiguió que casi todos sacaran sus pañuelos de tela para secarse el sudor segregado por varias zonas de las cabezas. Cristóbal fue repartiendo unas latas de cerveza fresca para remediar el sofoco, y todos agradecieron su gesto. Los jóvenes estaban lo suficientemente cerca como para ver las indicaciones de los Tíos, a la distancia perfecta para preservar los contenidos de la conversación.

—Sabéis qué opino cuando se quiédar un giro mugrande al negocio. Semospobres, pero honraosa más no poder. Pienso decir al morito que no, no y no. Las puscasson plobremade él y a nusotrosno nos interesan esas mierdas suyas, a grandes rasgos.

—Sinusotrosdejamos pasar este negocio, se lo entregará a otro. ¿Has pensaobien? —Preguntó Tío Silvano.

Possí. He pensaomucho en este embrollo. Los problemas ajuntosserían muchísimos: prisiones, condenas mulargas, amén de más de una vida que se irá por algún malentendío,¿no te paece?

—Bien, pero dejamos de contolarun tema importante, otros trabajarán en nuestros barrios.

Tiesrazón Silvano, pero la vida de tu hijo ula del mío, no hay parné para pagarla.

La protección de los miembros de las familias es una de las principales misiones de los patriarcas desde antiguo. Eran conscientes del peligro de trasladar el producto de un lado a otro de las ciudades o del país. También valoraban que, indefectiblemente, vivían, de vez en cuando, el trance de tener que enviar a alguno de sus familiares a prisión. Y mientras estuvieran privados de libertad sus allegados se ocuparían de cubrir todas sus necesidades.. Eran comerciantes, aunque además de frutas, vestidos y ropa en general, surtían de sustancias que daban felicidad a algunos payos, más débiles que ellos, dado que perdieron la fe en su propia familia y religión.

El día iba avanzando. El sol calentaba y apagó el frescor de la mañana. En tanto, la reunión seguía a la sombra, debatiendo sobre la cuestión de Tío Alfredo:

—Veréispuéque no debamos hacer el negocio con el morito, aunque naidienos impedirá tener el control total d’esemorito y sus contactos. Asínsabremos a quién vende, sin ser parte directa de las puscas.

Todos asentían y movían sus bastones.

—Mu bien hablao—, dijo Tío Silvano—. Estoy d’acuerdocontigo. ¡Alabado sea Cristo! —A lo cual respondieron todos «Aleluya»—. Seremos como un espantamoscas de nuestro jachíspor si se entorpece con la miel de los pistolones.

—La palabra de mi familia se une a la de vusotros, mis primos —respondió Tío José Sanjuan, principal voz de los clanes de la Cañada Real, el supermercado de las drogas más letales en Rivas Vaciamadrid.

Tóstendremos que poner algo de nusotrospara este empeño. Veréis he hecho una pequeña istimación.

El acuerdo finalizó cuando se levantaron todos, acercándose al centro para darse unos cuantos abrazos, besos en la mejilla y apretones de mano. Los jóvenes que estaban allí se dieron la vuelta cesando en sus comentarios sobre música y teléfonos móviles. Algunos se dieron también la mano, desconociendo el trato al que habían llegado los tíos.

A unos treinta metros, mientras compraba lechuga, dos kilos de tomares, uno de cerezas, puerros, zanahorias y otras verduras, una mujer con un carro fue testigo del acuerdo. Apretó de forma continuada cuatro veces el botón de un pulsador que llevaba en el chaquetón. El auricular de su oreja derecha, tapado por la melena morena, repiqueteó:

—Atentos todos: la reunión ha finalizado — susurró una voz de hombre.

—Petra recibido.

—Tango recibido.

—Víctor recibido.

—Luna enterada.

—Casti recibido.

Tras completar todos los agentes la novedad, Pío Bravo volvió a reordenar a su equipo:

—Cada uno a su posición. Vamos a ver las carrozas de los Reyes Majos.

Tenían la identidad completa de todos y cada uno de los asistentes a la reunión. Simplemente querían confirmar el coche que utilizaban en cada momento, por si había alguna variación, así como la identidad de los acompañantes, habitualmente sus hijos de más confianza. Se detectó la posibilidad de la reunión gracias al pinchazo telefónico que tenían sobre la línea del tío Silvano Gabarre. Estaba implicado en un presunto negocio de tráfico de drogas, y en varios asuntos de palizas por encargo a constructores de la zona del Plan de Actuación Urbanística (PAU) de Madrid. En dichas obras se colocaban como vigilantes a miembros de las diferentes comunidades reunidas, a fin de evitar los robos de materiales o herramientas. Si bien se comenzó utilizando empresas de seguridad privada, las grandes razones expuestas por los clanes decantaba el encargo de la custodia sobre las personas que ellos veían más adecuadas. Se ahorraba gran cantidad de dinero en personal y sistemas de vigilancia. Ellos ponían un cartel escrito a mano, generalmente sin faltas de ortografía, con la leyenda: «Obra Vigilada por Gitano». Esa nota tan simple y discreta alejaba las manos más atrevidas en unos cuantos centenares de metros del punto más cercano al vallado.

En una azotea cercana a la zona de la reunión se encontraban dos técnicos equipados con ropa de la empresa Bovistar, que coincidía con los colores de la que fuera Telefónica Nacional de España, pero variando una letra para disimular una empresa subcontratada. La verdadera especialidad de los operarios era el seguimiento e investigación de personas y delitos. Sus dos herramientas eran unas potentes cámaras japonesas de fabricación, dotadas de teleobjetivos similares a los usados por los periodistas en campos de fútbol.

—El cielo tiene control sobre todos — comenzó a relatar Chema en referencia al binomio—. Están todos retratados. —Su compañero levantó el dedo pulgar izquierdo, sin dejar de apretar el botón del disparador con la derecha.

—¿Y los chóferes? —preguntó Pío Bravo.

Gonzalo asentía con la cabeza:

—Afirmativo, Bravo, afirmativo — respondió Chema.

El Equipo se había ido desperdigando hacia el aparcamiento de los turismos. Era bueno confirmar desde las diferentes cámaras ocultas en bolsas, la pechera de la cazadora o en la mano aquello que revelaba la base de datos de la Dirección General de Tráfico. En doce minutos y medio, cada uno de los Tíos estaba camino de su respectivo barrio. Todos sus rostros también estaban en camino del Equipo de Policía Judicial de la Guardia Civil.

—Bravo a todos: cerveza, cerveza, cerveza. — Esta era la consigna para que cada uno se dirigiera a su medio de transporte para volver a la Unidad.

La respuesta de un solo toque en la emisora confirmó el enterado y recibido de todo el equipo. La misión de obtención del día había finalizado.

Fracaso Andújar

El plan estaba bien ideado. Ahmed Drish Ahmed, fanático del cine americano, que tanto odiaban en su pueblo marroquí, significaba una fuente de ideas muy buena. Aunque las tácticas y técnicas desarrolladas por los guerrilleros eran bastante similares, la posibilidad de encontrar alguna patrulla de Policía en España se reducía en las horas dedicadas a la comida:

—Los españoles son esclavos de la comida. Las calles están vacías de coches a las tres de la tarde en Andújar. Creo es el momento oportuno.— Le decía Ahmed a su primo Yussuf, marroquí de nacimiento y musulman, como el resto del grupo. La función principal de este era gestionar el reparto a nivel medio del producto por excelencia de Marruecos en el sector ilegal. 

—El camión del tabaco de los miércoles sale siempre a partir de las tres de la tarde y antes de las tres y media. El tipo es un gilipollas con un tatuaje en el brazo izquierdo. Suele pillar algo de hachís los viernes cuando vuelve por la noche. —Un primo de Yussuf servía de camello al conductor. Los musulmanes tenían la característica de ser muchos en la familia, y de continuar el negocio familiar.

Otro integrante del grupo era Nasser Al-Kashbah, quien vio la luz de este mundo en Melilla. Su padre era un comerciante de venta de pescado. Él cruzó a la península para incorporarse al Ejército. Pero su ilusión se quedó en el barco, donde conoció a Yussuf.

Ambos estuvieron tres semanas sentados bajo los árboles viendo pasar al camión por el Paseo de la Estación antes de llegar a la autovía. Aun siendo primeros de septiembre, el calor daba una sensación agradable a esas horas. Era el punto más crítico para su objetivo y el lugar idóneo para hacerse con el tráiler. Después, una vez alcanzado el estrecho puente de piedra sobre el río Guadalquivir, era imposible intentar detener al mismo. La sorpresa, junto con las armas que tenían a su disposición, harían que el conductor parara el camión cargado de tabaco.

—Primero haré que ralentice la marcha. Luego vosotros os ponéis junto a su cabina para apuntarle. Yussuf con la escopeta disparará al cristal de la cabina para que al romperse la luna tenga que detenerse. Recuerda, hermano, al lado derecho, donde no hay nadie. No es bueno que hagamos daño a los infieles en un atraco. Las armas son para que se acojone —exponía Ahmed.

—Sí, sí, entendido todo —respondió Yussuf.

—Solo queremos la carga, muertos no… —aseguraba Ahmed.

—…por ahora — sentenció Abdalah Ben Shalam, el cuarto integrante del grupo y el único con experiencia militar. El Sheik dijo que había estado en las montañas de Afganistán un tiempo, hasta que fue enviado a Al-Andalus.

Los cuatro habían aprendido de memoria el desarrollo de todo el trabajo. Incluso hicieron prácticas en un polígono industrial de Móstoles sobre cómo maniobrar los coches. Aunque utilizaban los turismos de su propiedad, para ese día se proveerían de un par de todoterrenos de altas prestaciones. Ya tenían dos potentes BMW X5 de 3000 cc escondidos bajo lonas en la cochera del primo de Yussuf en una localidad cercana a Andújar. Habían sido levantados en las localidades de Bailén y Úbeda, y se les había instalado unas placas de matrícula distraídas en Madrid. De hecho, habían robado cuatro placas diferentes, dos para cada coche, para despistar a los posibles testigos. Pero, ¿quién se fija en ese detalle exceptuando a la Policía y la Guardia Civil?

El camión salió a su hora. El barrio de la Estación estaba desierto de coches y obreros a pie. Desde el coche Ahmed podía oír perfectamente cómo iba acelerando el camión. El ronroneo típico del enorme Renault transmitía la suavidad de la conducción del cristiano porrero. Yussuf estaba sentado en la caja del BMW, que tenía tumbado el asiento para mayor comodidad, colocando el neumático de repuesto a modo de trono, donde encajaba el tirador de la escopeta. Este empezó a parafrasear algunos versos del Sagrado Corán preparándose para la acción.

Ahmed salió a la carretera en cuanto comenzó a escuchar con más fuerza al Renault saliendo de la curva. Provocó que frenara y Yussuf sacó el cañón de la escopeta por la luneta trasera. El conductor del camión parecía un loco. Redujo e intentó echar de la carretera a Abdalah, que desde el otro todoterreno trataba de ponerse en paralelo a la cabina para intimidar al conductor con la pistola. El movimiento hizo que tuviera que frenar. Yussuf no paraba de gritar, impidiendo que Ahmed oyera los comentarios del otro coche por los cascos que tenía acoplados al teléfono móvil.

—¡Tira, tira ya por Allah! —chilló Ahmed.

El camión aceleró inesperadamente y embistió a su coche. En cuanto pudo Yussuf abrió fuego, pero el Renault se volvió incorporar a la izquierda de la circulación. Los perdigones de la escopeta hicieron volar por los aires el retrovisor derecho del camión, que aceleraba otra vez con intenciones amenazantes hacia coche de Ahmed.

—¡Ahmed, Ahmed, vieneeeee! —decía Yussuf.

Ahmed redujo y aceleró el todoterreno. El cambio de velocidad provocó que Yussuf cayera hacia atrás pese a estar sentado. La velocidad de ambos vehículos iba dejando una estela de polvo. Aun con ello, nadie había en la zona capaz de ver el intento de acoso y derribo. Ahmed se giró portando la pistola en su mano derecha, justo cuando el camión embestía por segunda vez a su coche. El golpe hizo que su dedo índice presionara el gatillo sin intención.

—¡Aaaaaaaajjjjjj! —acertó a decir Ahmed.

Se volvió para controlar el coche y evitar estrellarse contra un árbol que había en la cuneta. El camión tenía despejada la huida sin nadie que le impidiera acelerar. Abdalah se había quedado atrás y Yussuf…

—¿Yussuf? —dijo volviéndose hacia él.— ¿Estás…?

Un enorme charco de sangre mojaba la parte trasera del todoterreno. Sus piernas tenían una posición antinatural. Parecía muerto sin duda… aunque quizás estuviera vivo.

—¡Yussuf! ¡Yussuf! ¡Yussuf! ¡Yussuf! —gritaba sin cesar Ahmed.

Era inútil: su primo Yussuf había muerto. La seguridad de la misión también dependía de poder cortar cables sueltos, para evitar que el resto cayera en manos de la Policía. Se aseguró de que Yussuf fuera al Paraíso con las Huríes, como todo buen musulmán, disparándole un segundo tiro en el cráneo, orientando el arma hacia abajo. Paro el vehículo en el arcén para terminar su misión. 

—¡Primo, que Allah te lleve al Paraíso! —comenzó a rezar Ahmed, en tanto disparaba en la cara con la escopeta a Yussuf para simular un suicidio que despistara y así no buscasen los disparos de la pistola.

Hizo todo de manera rápida, aunque manteniendo la cabeza tranquila. Decidió no quemar el coche, literalmente: una cosa es sacrificar en beneficio de la Yihad a un hijo de Allah, otra muy diferente es prender fuego a su cuerpo, que evitaría su entrada en el Paraíso. Abdalah llegó presto a su encuentro:

—¿Qué pasa Ahmed?

—El cristiano se ha vuelto loco. Yussuf se cayó y disparó sin querer la escopetasobre sí mismo. ¡Allah lo lleve a su reino con las huríes!

—Así sea.

Subió al coche de Abdalah y Nasser para comenzar una huida muy peculiar. En lugar de ir hacia el sur de Jaén, fueron sentido norte, dejando el todoterreno en el aparcamiento de un lupanar de la carretera A-4 y recuperando su Volkswagen golf de color rojo puta.

El camión salió zumbando hacia la autovía A-4. Felipe, el conductor, conocía de sobra su pueblo. La anchura de las calles impedía que fuera un lugar seguro para conducir rápido. Llevar a los malditos tiradores a terreno donde hubiera civiles habría sido una temeridad. Seguramente tendrían un coche o un camión al otro lado del puente. Sin embargo, la autovía era la mejor opción para escapar.

Hizo silbar la potente bocina que iba sobre la cabina. Un par de coches que salían de la localidad frenaron y dejaron pasar al potente Renault sobre el puente de la autovía. Juan se iba fijando por el retrovisor derecho. Conducía muy pegado al arcén. Eso impediría que por ese lado llegara algún atacante. Tiró del freno con fuerza para reducir la velocidad en la rotonda. Él debía de ir dirección izquierda, evitando las otras dos salidas hacia un camino vecinal y la carretera que conducía a Escañuela. Un coche de color oscuro iba a su cola. Felipe respiró fuerte y comenzó a rezar el credo legionario:

—El Espíritu del Legionario: es único y sin igual, es de ciega y feroz acometividad, de buscar siempre acortar la distancia con el enemigo y llegar a la bayoneta.

Durante 11 años esta había sido su principal oración de la mañana y del día entero. Además de la pericia en la conducción, forjada con pesados vehículos blindados a ruedas, el manto de la Virgen de la Cabeza, cuyo santuario queda muy cerca de allí, hizo que el Renault entrara con brillantez en la autovía. El turismo de color negro ya no estaba en cola. Se hizo fuerte en la mitad derecha de la autovía. Pisaba la línea blanca del arcén derecho con las manos en el volante dispuestas a tirar todo a su izquierda. Aceleraba, cambiaba de marchas y el vehículo respondía en correcta sintonía a sus requerimientos. Necesitaba llegar a la siguiente salida, junto a la Cooperativa de Aceite. Era un punto a tener en cuenta, aun creyendo que podía volver a ser atacado. Ahora estaba avisado. Seguía rezando:

—El Espíritu de la Muerte: el morir en el combate es el mayor honor. No se muere más que una vez. La Muerte llega sin dolor, y el morir no es tan horrible como parece. Lo más horrible es vivir siendo un cobarde.

Un vehículo en lontananza llegaba por el carril izquierdo. Tenía el intermitente encendido señalando la maniobra. La luz solar se reflejaba en el cristal delantero. 200 metros, solo quedaban 200 metros. El turismo iba deprisa para ponerse en su camino. Soltó el acelerador y el camión redujo significativamente su marcha. Era blanco; el color del coche era blanco.

Felipe evitó accionar el intermitente y entró con cuidado en el desvío. La Almazara estaba cerrada y sin ningún vehículo en las inmediaciones. Aceleró en cuanto completó el desvío, enderezando el tráiler. En el túnel bajo la autovía se cruzó con un tractor con una cisterna de transporte de purín. El conductor saludó con la mano; Juan seguía rezando:

—El Espíritu de Sufrimiento y Dureza: no se quejará de fatiga, ni de dolor, ni de hambre, ni de sed, ni de sueño; hará todos los trabajos; cavará, arrastrará cañones, carros; estará destacado, hará convoyes, trabajará en lo que le manden.

Llegó a la rotonda de la bandera de España, que lucía de lado a lado. Activó las bocinas que llevaba sobre la cabina, atronando a dos turismos y una camioneta que llegaban a la intersección. Juan tenía prisa. Un coche venía tras él y era de color oscuro. Llegó primero y giró con prioridad porque el resto oía y veía cómo un tarado articulado llegaba a la rotonda con ínfulas de vencer varias leyes físicas.

La siguiente rotonda llegaría a 350 metros de distancia. Felipe seguía con sus bocinas a toda máquina. Los tres clientes de una gasolinera próxima giraron su cuerpo para ver cómo iba de rápido aquel camion de tabaco.

—¿Quién es ese loco? —dijo uno de ellos.

PaeceFelipe, el legionario —respondió el empleado.

Quedaban dos rotondas para su destino. El coche era de color amarillo. Felipe suspiraba sin disminuir la velocidad. Era atronador el ruido de las bocinas y el rugido del motor. Solventó ambas intersecciones sin ninguna eventualidad. Incluso Blanca, la mujer empleada en el surtidor , creía que era un saludo:

—¡Andevas tan ligero, lejía!

La mirada del conductor oteaba su parte trasera y delantera casi en la misma proporción. Veía ya su objetivo. Apretó el volante disipando cualquier duda de sus perseguidores. Iba él solo, nadie en su compañía. 150 metros distaban del Cuartel de la Guardia Civil. Allí estaba llamando más de un conductor dando el aviso de un camión con un loco al volante.

Felipe redujo la velocidad, activó los intermitentes y detuvo el tráiler de cinco ejes justo en la puerta del Cuartelillo. Un joven uniformado salía a su encuentro. Él se había tirado técnicamente de la cabina. Se trastabilló cayendo a los brazos del agente:

—¿Felipe? ¿Qué pasa tío?

—¡Ay, Pepe! ¡Qué m’andisparado a la cabina!

Los atacantes, Ahmed, Abdalah y Nasser, por su parte, hasta que no pasaron los túneles de dicha autovía dirección Madrid, c permanecieron en silencio.

—¿Era necesario matar a Yussuf? —preguntó Nasser.

—Ha sido un accidente. Se disparó a sí mismo después de que el cristiano loco del camión nos golpeara — contestó Ahmed.

—Así es, mantengamos la calma, hermanos. —Templó la discusión Abdalah, que era el mayor del grupo con 38 años recién cumplidos.

—¡Solo he preguntado! —respondió Nasser—. Me fío de vosotros, mis hermanos de Allah el misericordioso. 

La discusión finalizó. El viaje continuaba de forma tranquila y a velocidad normal. Debían de huir, de circular rápido, así como ralentizar la marcha del resto de conductores. Durante el intento de atraco habían mantenido ocultos sus rostros por pasamontañas. Ahora no tenían porqué alertar a las fuerzas policiales más de lo normal. Tenían la excusa perfecta para viajar juntos, ya que figuraba que viajaron a Málaga para llevar el coche que vendió Ahmed a su primo segundo el martes: estaban volviendo a Móstoles y Vallecas, respectivamente; aunque Nasser llevaba helada el alma, Abdalah no comprendía cómo Yussuf, el joven aprendiz de camarero, consiguió dispararse un tiro en la cara. Ahmed, al contrario, iba tranquilamente repitiendo los versos del Corán que reproducía el radiocassette del coche.

La carretera estaba más limpia para circular. Ellos mantenían el viaje bebiendo unos tragos de té, que llevaban en un termo dentro de la nevera de Ahmed. Estaba muy condimentado con hierbabuena cultivada por él mismo en su casa de campo alquilada. Allí, junto al huerto, criaba unas pocas ovejas para surtir de animales la carnicería de Farah. La comunidad musulmana tiene peculiaridades en la forma de sacrificar a los animales que servirán de alimento a los creyentes.

Se reunían en la propia finca a rezar los viernes. Llevaban a las mujeres y niños con el fin de disfrutar un día de campo, alejados de la pecadora civilización de España, y fomentando su comunidad de creyentes. El Sheik tuvo la enseñanza del Libro Sagrado en una de las mejores Madrashasde El Cairo. Se llamaba Nabil Farah. Nació en Jerusalén y sintió pronto la llamada de la Yihad dentro de la Organización para la Liberación de Palestina de Yasser Arafat. Después de su paso por Egipto, tras conocer el ambiente de los Hermanos Musulmanes, base de creación de los mujahidinesde Al Qaeda, optó por radicalizar más su posición espiritual, ideológica y combativa.

Poco antes del año 2000 se estableció en Madrid con un pequeño negocio de carnicería y tienda de alimentación, orientada a los fieles musulmanes. La libertad de comercio era una de las posibilidades para captar adeptos dentro de la comunidad, que se veían obligados a emigrar a Al-Andalus o al resto de Europa. La lejanía de las Mezquitas oficiales dentro de cada ciudad, controladas por enviados de países que financiaban los lugares de culto: Arabia Saudí, Irán, Egipto, incluso Marruecos, trataban de controlar a los fieles enviando personal semi-funcionarial para dirigir el rezo, las oraciones y el sermón posterior. La facilidad para instalar en un pequeño local un lugar de rezo provocó el nacimiento de las «cocheras de Alá»; esta fue la denominación coloquial de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado de España para designar las reuniones de esas mínimas comunidades, aún sin saber el peligro de esos grupúsculos formados por verdaderos extremistas y fanáticos. En España se tiene cierta condescendenciacon ciertas creencias religiosas, especialmente por aquellas que odian la religión católica y dicen no ser creyentes en nada «excepto en el hombre». ¡Qué desfachatez!

La primera captación de Farah fue Ahmed. Junto con él comenzó la cría de ovejas para abastecer su carnicería y al resto de fieles a Allah. El negocio comenzó a prosperar de manera inmediata. Sumaron una nueva posibilidad con el transporte de pequeñas cantidades de hachís para ir subvencionando nuevas áreas de su expansión ideológica y espiritual. El consumo de esa sustancia está bien visto en ciertos lugares de su cultura, no así como es visto por los infieles. De hecho, el mal uso de tomar unos cigarrillos provoca que «aquellos impuros realicen acciones contrarias a la idea de felicidad por el que Allah concedió tal fruto a los hombres».

La definición de Yihad es variada, siendo la principal acepción el esfuerzo de un creyente para realizar una acción que necesite de algo más que la actividad diaria. La variante de guerra también es buena, ya que el sentido de luchar contra algo o alguien es una consecuencia del esfuerzo.

Nabil Farah iba conduciendo a todos según ese razonamiento. Los suyos eran gente sencilla, incluso algo limitada en mente. Su entrega absoluta diluía la capacidad de discernimiento. Sin embargo, algunos fracasos se debían a la falta de entrenamiento completo de sus muyahidines.

—Allah el misericordioso y un par de operaciones con éxito darán brillantez a estos chicos —dijo a Ahmed cuando se quejó por primera vez de la torpeza de algunos para disparar o conducir un coche.

Ellos tenían todo el tiempo del mundo. Se consideraban la cabeza de león en la reconquista de Al-Andalus o, al menos, parte de ella.

Yaiza

Yaiza era preciosa. La diferencia entre Naomi Campbell y ella, de igual piel cetrina, era la buena publicidad que tenía la primera. Además, gustaba de vestir poca o ninguna ropa mientras estaba en casa. Eso servía de acicate para tener encuentros sexuales con Baldo en cualquier momento. Este costeaba sus altos caprichos de ropa, viajes, comidas y lujo sin preguntar o cuestionar las razones de ella. Por su parte, Yaiza continuó colaborando con su anterior jefe,Fausto. Al menos una vez al mes iba a Valencia. Allí recogía una maleta que transportaba hasta Madrid. Se ganaba dos mil euros por cada viaje, amén de diez gramos de cocaína de gran pureza. Tras mezclarla con unas cuantas pastillas pulverizadas de ketamina, Baldo conseguía la cantidad idónea para engordar el producto. Un tipo que trabajaba con los caballos de un par de picaderos de las cercanías de Aranjuez le surtía de ese medicamento veterinario. De esa forma:

—…podemos hacer como Jesucristo, mi amol, multiplicamos los gramos y sacamos unos eurillos ¿te parece bien cari?

—¡Joder con el negocio! —espetó Baldo.

La clientela crecía de manera rápida. Empezó a distribuir ella misma para ahorrarse costes. Hasta que un día se topó con una antigua amiga de Lérida en una tienda de lencería de la calle Preciados. Las miradas se encontraron, saludándose como antiguas amigas de la universidad:

—¡Malena! —dijo Yaiza.

—¡Santa Virgen de Guadalupe! ¿Eres Dayelen? —respondió su amiga.

Habían llegado con un mes de diferencia al negocio del señor Fausto y compartieron viajes desde Benavente, Zamora, hasta Alcarrás, Lérida, saltando del prostíbulo al lupanar de la misma cadena, hasta que Baldo llegó a un acuerdo con el Señor de la Herradura, dueño de toda una cadena de establecimientos de ese tipo en la Península Ibérica.

Salieron de la tienda, aún abrazadas, olvidando las compras que estaban haciendo. Decidieron compartir sus aventuras en la Pastelería Mallorca, en la mismísima Puerta del Sol.

—¿Quién te llevó de allí? Cuando volví de hacer un findesemanate habías ido —preguntó María del Rosario, el nombre real de Malena.

—Se llama Baldo. Es un polisíaque se volvió loco una semana que estuvo allí. Casi en cuanto abríamos, estaba en la puerta solicitando mis servicios. Se gastó una fortuna y convenció a Fausto con algún negocio que nunca me ha contado… ni me contará.

—¡Uffff! ¿Un poli? ¿Estás segura de que irá bien? Esa gente es un poco…

—Baldo es diferente. Tiene dos pasiones principales: follar y farlopear.

Ambas reían abiertamente. En su profesión, se conocían todo tipo de rarezas, más o menos confesables, y un par de cientos de vicios que tenían esos dos condimentos.

—Ya, como a todos —apreciaba Malena recobrando el sentido, pero a ti, ¿te gusta?

—Mujer, no tengo nada mejor. Además, me estoy haciendo una huchita y cuando me harte busco otro lugar con playita; jovencitos o viejos que me quieran por mi ternura.

—Sí como a todas.

—¿Yvosé? ¿Qué hasesen Madrid? —se interesaba ahora Yaiza.

—Ascendí, mi amol, ahora soy encargada y solo follo con quien yo quiero, cuando yo quiero y pongo mi propia tarifa, sin mínimos ni gratis a mamones.

Continuaron poniéndose al día de sus vidas, para acabar merendando en un restaurante de moda de la zona de Chueca. Tras ello, se dieron los teléfonos para quedar más días.

—Ahora somos independientes—, se despidieron con dos enormes besos y un abrazo fraternal.

Yaiza sabía que algunos clientessolicitaban algunas sustancias. Si bien las señoritastenían terminantemente prohibido vender por su cuenta, en algunos lugares también se disponía de esa proteína para mejorar losmasajes. Antes de comentar nada a Baldo, preguntó primero a Nicholas, el encargado que Fausto tenía en Valencia. Después de dos semanas, se encontró al mismo Fausto en el Mercadona donde realizaba la compra en Valdemoro.

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“Número ciego”

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